El soporte de la democracia con intermediarios descalificados
Qué lejos de los preceptos democráticos nos colocó una campaña electoral que privilegió la permanente descalificación del otro.
La democracia directa, aquella acción en la cual el pueblo se gobierna a sí mismo fue anulada por la representación de una mayoría arrolladora, impositiva y autocrática.
Se sumó al aparato propagandístico toda la estructura burocrática de un régimen en búsqueda de reconocimiento social permanente; y los componentes de un endeble Estado convertido en justificativo de confrontación entre sus poderes; entre los cuales, solamente, se avizora la supervivencia de uno de ellos, el Ejecutivo, que ampliará su ejército de burócratas dispuestos a replicar un extraño modelo de gobierno socialista, de participación ciudadana y derechos en el discurso; pero estatista, regulador y justiciero, en la práctica.
Cómo entender la idea de un modelo de democracia directa, sin intermediarios; mientras el órgano representativo (Asamblea Constituyente) al que el pueblo encomendó la redacción de una Carta Magna, extralimitó los plazos y sus funciones y se constituirá en una instancia legislativa de amplios poderes, capaz de dictar mandatos, leyes y normas.
Tras una campaña que confundió la promoción informativa de contenidos constitucionales con la oferta demagógica y clientelar, con la reducción del discurso a la repetición de epítetos y consignas populistas: “pelucones”, “los mismos de siempre”, “los que permitieron el feriado bancario”, “la misma oligarquía”, “los hijos de la oligarquía”, manifestadas desde la posición oficial con el mismo énfasis que lo hicieron sus detractores en la oposición acusando al proyecto constitucional como “un adefesio”, “ resultado de la ineptitud”, “de la improvisación” y la “premura” y asegurando que será “abortista” y “promoverá la homosexualidad y la drogadicción”.
Y es que de la necesaria promoción de un texto de 444 artículos que debían conocerlo y entenderlo todos, se sobredimensionó el reparto de dos millones de ejemplares impresos en todos los modelos y tamaños y con el ilusorio convencimiento de que todos han sido leídos.
La democracia representativa en el Ecuador tiene los intermediarios que se merece: un mandatario mediático que nunca consiguió bajarse de la tarima y la notoriedad en las que la televisión privada, de la que ahora reniega, le colocara cuando fuera el locuaz ministro de Economía de Alfredo Palacio. Tanto gusta de los medios que rehabilitó el sistema nacional de información, y pensando en sí mismo lo llamó Ecuador TV; con la acción de la Agencia de garantías de Depósitos sumó dos más y a una de las estaciones llamó Gama TV. Es presentador de una cadena nacional de radio, que por arte de la multiplicación y los viejos hábitos periodísticos, los de pensar que la voz oficial debe ser pública, la reproducen y la interpretan durante la semana en una amplificación mediática que hace parecer el discurso oficial presidencial como la opinión pública.
Tanto se apartó la democracia representativa de la democracia directa, que durante el desarrollo de la campaña y en su cierre, quedó en evidencia que la única búsqueda fue una medición de fuerzas y popularidad entre las figuras únicas de Rafael Correa y Jaime Nebot, el eufórico alcalde de Guayaquil, ciudad en la que los medios colocaron, por su propia cuenta, el bastión del voto por el NO al modelo constitucional redactado en Montecristi, y, también el de rechazo al Mandatario.
Ya antes los dos líderes intermediarios de la democracia representativa han enfrentado y confrontado discursos y capacidad de convocatoria, en las calles y avenidas primero y el pasado jueves en los estadios.
Las dos figuras sólo representan un mismo modelo, el populista, capaz de usar la demagogia y arremeter con los más bajos recursos propagandísticos y de publicidad, para conseguir sensibilizar a las masas, sembrar en ellas la esperanza de cambio, de progreso, de crecimiento; pero también de odio, de rencor, de envidias y venganza. También es aquel recurso que alimentan los medios y en particular, la televisión, acostumbrada al sensacionalismo, a la trivialidad, al aburrimiento y el sopor de la programación de la que interpretan como realidad de entretenimiento, o “reality show”, un espectáculo en el que nadie ríe porque el escándalo que se muestra involucra sus propias vidas.
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